El laberinto legal universitario

En España se han promulgado medio millón de leyes desde la instauración de la democracia. Un afán legislador causado con frecuencia por el adanismo y el ardor guerrero de cada nuevo gobernante. Afecta a casi todos los ámbitos. Los más comentados son el penal y el educativo. Aunque dentro de este último casi siempre se habla más de la educación obligatoria que de la superior.  Así que permítanme compartir mi perspectiva desde los sectores que mejor conozco. Llevo más de 20 años como profesor universitario, después de ejercer el periodismo las dos décadas anteriores. En el campo periodístico, desde la Constitución solo se ha regulado la cláusula de conciencia en 1997. Incluso partes de la ley de prensa de Fraga de 1966 siguen en vigor. Algo excepcional. Por el contrario, en la Universidad ya he vivido cinco leyes: la franquista (que llegó a los noventa), la de González, la de Aznar, la de Zapatero, y ahora la de Sánchez. De los reglamentos y las normas autonómicas y locales ni les cuento.


Todas ellas han condicionado lo que, a mi juicio, es el principal problema de la Universidad: la selección de profesorado, investigadores y estudiantes. Ninguna lo ha resuelto ni en términos de prestigio social (con constantes acusaciones de endogamia, nula conexión con el mundo real o “selectividades infladas”), ni en cuanto a rankings internacionales, ni siquiera en términos de satisfacción o percepción interna de calidad de la propia comunidad académica.


Se han multiplicado las universidades, se han modificado varias veces los planes de estudio. A los rectorados se les dio autonomía, después se les recortó; se les permitió una variedad infinita de títulos y, a la vez, les obligaron a estandarizarlos hasta extremos delirantes. Se adelantó el calendario académico, redujeron horas de clase, se experimentó con la teleformación, se jugó con el número de alumnos por aula, que si grupo grande, que si mediano, que si pequeño… Se montaron agencias de calidad estatales y autonómicas, sistemas de acreditación y de habilitación. Los desmontaron o reformaron sin parar. Crearon “áreas” de conocimiento arbitrarias. Después, “ámbitos” de conocimiento incomprensibles (han separado la comunicación, el periodismo y la publicidad, del ámbito audiovisual, por ejemplo). Diplomaturas y licenciaturas se sustituyeron por grados y másters. Y se ha retorcido el concepto de “crédito” académico hasta desvirtuarlo y convertirlo en una entelequia subjetiva de “trabajo individual”. Después llegó el activismo exagerado, generalmente importado con retraso de Estados Unidos. Y entre sensibilidades, derechos y deberes, la Universidad fabrica ciudadanos de cristal con profesores que piensan que fuera hace mucho frío y que mejor adaptarse a lo que dicte el político de turno sin rechistar.


No parece que hayamos acertado. Los medios recogen que los alumnos van cada vez menos a clase y que los grados han perdido valor a base de acortarlos o de ofrecer dobles titulaciones por el esfuerzo de media carrera. La denominación de muchos títulos ni se entiende. La Universidad española no es del todo profesionalizante ni del todo científica. No es la FP, cuyos ciclos superiores bien podrían integrarse en la Universidad, pero tampoco es el motor de la investigación conectada con la sociedad que se pretendía. Eso sí, publicamos y citamos sin parar, incluso pagando si es necesario, hasta despertar las sospechas y las denuncias publicadas en la prensa.


No existe solución mágica. Pero podríamos empezar por la estabilidad normativa. Ahora entramos, forzados por la LOSU, en la reelaboración de los estatutos universitarios. Toda una oportunidad, aunque esté constreñida por el dinero. A ver lo que dura. Hagan sus apuestas.

El laberinto legal universitario

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